Algunos escritores anuncian en sus redes sociales cuántas palabras han escrito en un día. Ponen una captura de pantalla del contador de palabras de Word, y así podemos saber que se despertaron, se hicieron un café y le ofrecieron al mundo 4 mil palabras, 23,450 caracteres, 11.4 páginas de sudor y talento.
Al principio, esa tendencia me molestaba. Casi siempre eran escritores hombres, pues los hombres solemos estar más preocupados con qué tan grande es algo. Esos posts me hacían recordar, inevitablemente, al escritor masculino al que saludé junto a un elevador en un festival en Colombia. Aquella vez, el escritor masculino me estrechó la mano con demasiada fuerza y casi de inmediato me dijo que su nueva novela tenía más de 600 páginas. Luego me sonrió de lado y añadió: “El tamaño sí importa”. Como yo acababa de publicar una novela de 214 páginas sentí que el escritor masculino se estaba burlando de mí, lo cual no me molestó porque no tengo 12 años, y hasta me gustó un poco, pues me permitió imaginarme desnudo al escritor masculino.
También un escritor sueco, muy alto, al que me encuentro a veces en Nueva York, siente la necesidad de aclarar, cuando le preguntas por su libro, que tiene 700 páginas y que además lo escribió dos veces, una en sueco y otra en inglés. Siempre que lo dice me quedo pensando que lo que hizo es traducir su propio libro, no escribirlo dos veces, pero no le digo nada porque él sigue explicándome que escribió más de 1,400 páginas a lo largo de cuatro años y tres continentes (pero acabo de hacer la cuenta y eso quiere decir que escribió una página al día, en promedio, lo cual suena menos impresionante).
Antes no entendía el post del número de palabras escritas, y supongo que por eso me parecía un poco bobo, pero ahora me gusta ver cuántas palabras ha escrito alguien, quien sea.
El cambio tuvo lugar a raíz de otro tipo de post —que a veces también ponen los escritores pero que no es exclusivo de los escritores—, en el que alguien anuncia cuántos kilómetros corrió, cuantos pasos caminó o cuántas millas recorrió en bici. Esos posts, misteriosamente, nunca me molestaron. Al contrario: siempre que un amigo o amiga postea sus logros atléticos reacciono con un emoji positivo (antes lo hacía con el fueguito, pero me dijeron que se presta a malinterpretaciones; luego lo hice con el pulgar arriba, pero me dijeron que era pasivo-agresivo; ahora reacciono con el aplauso, espero no ofender a nadie). El número de pasos o el número de kilómetros me parece una estadística encomiable, y yo mismo incurro en el posteo jactancioso cuando corro (cada vez menos) o cuando camino.
A veces, cuando alguien postea su número de pasos, recuerdo esa cita de Lucy R. Lippard que saqué de un libro de Rebecca Solnit:
An Eskimo custom offers an angry person release by walking the emotion out of his or her system in a straight line across the landscape; the point at which the anger is conquered is marked with a stick, bearing witness to the strength or length of the rage.
Esta cita me permite pensar que la persona que presume su número de pasos en realidad presume la longitud de su ira, y me gusta esa idea, que podría ser extrapolable a la literatura: a lo mejor el escritor masculino al que imaginé desnudo no me estaba diciendo que su virilidad medía más de 600 páginas, sino que ese era el tamaño de su ira (aunque quizás es lo mismo, no sé).
Ayer, mi ira midió 11.5 kilómetros. Tres horas con interrupciones. Caminé desde Fort Greene, en Brooklyn, hasta el Metropolitan Museum of Art, en el Upper East Side. Crucé por el puente de Manhattan y subí por el Bowery y la 4ta avenida hasta Union Square, donde me senté a hablar por teléfono veinte minutos antes de seguir por la 5ta avenida hasta Bryant Park. Ahí almorcé y luego seguí caminando hasta el Met. Toda la primera parte del trayecto, procuré llevar las manos en una posición que requiriese cierto esfuerzo. Pensé en mi respiración como un ritmo y, para ayudarme a ello, repetí un mantra o un rezo, un pareado endecasílabo que me permitía coordinar la respiración con la extensión de mis pasos. Este método, que aprendí en unos campamentos jipis a los que me mandaban de niño (escribí sobre eso aquí), induce una especie de trance que asemeja la caminata a una meditación en movimiento.
El ejercicio me lo inspiró un libro que estoy leyendo, A Philosophy of Walking, de Frédéric Gros; en particular, el capítulo titulado “Repetition”. “It’s what the Orthodox Fathers called ‘bringing the mind into the heart’”, escribe Gros, a propósito de las caminatas rituales en las que el ritmo y la plegaria permiten un estado de concentración, “pero no de concentración intelectual”.
Cuando llegué al Met, entré a una de las salas de arte asiático y me quedé un rato frente a un buda gigante de madera. Intenté relajar mi cara para que se pareciera lo más posible a la del Buda, pero luego me di media vuelta y me encontré frente a frente con Chamunda, el Horrible Destructor del Mal, y pensé que éste se me parecía mucho más:
Volví a mi casa en metro y me desplomé en un sillón a perder el tiempo en el celular. Se me ocurrió abrir la app con el conteo de pasos y kilómetros y, casi de inmediato, posteé la imagen de mi recorrido sobre el mapa. Había caminado 23,480 palabras. Hoy me desperté, me hice un café y escribí este post, que tiene 958 pasos.
Pfff belleza de texto.
La costumbre esquimal. 🥹❤️