Desde que estaba en la primaria, mi destreza para leer en voz alta ha sido uno de mis mayores orgullos. Recuerdo recitar “El niño mudo” de García Lorca, que memoricé para la clase de Español en tercero o cuarto grado, y la sensación de triunfo de llegar al final del poema sin trabarme —un triunfo que mis compañeros de salón no reconocieron como tal, tristemente.
Ya después, en mis años de poeta, me juntaba con mis amigos a escuchar grabaciones de poesía en voz alta, como para descubrir nuevas entonaciones que luego ensayaríamos al leer nuestros propios textos en bares ruidosos y en salones solemnes pero vacíos. El “Cantico del Sole” de Ezra Pound siempre fue una de mis lecturas favoritas, por lo extremo de su propuesta:
Todos criticábamos la lectura afectada de Octavio Paz, que alguno imitaba cambiando los poemas del vate de Mixcoac por una lista del super o por la letra de una canción de Gloria Trevi. Las lecturas públicas de Raúl Zurita nos arrancaban lágrimas de emoción, pero sus epígonos más jóvenes nos daban un poco de vergüenza, pues sus aspavientos performáticos no parecían tener de fondo ningún roce personal con la tragedia.
Entre los mexicanos, yo admiraba la perturbadora originalidad de Ricardo Castillo:
Y también la claridad delicuescente de Coral Bracho:
Leí mis poemas en festivales mal organizados por toda la República Mexicana. En Acapulco, leí ante una plaza vacía salvo por dos funcionarios crudos que me miraban con encono. En la Glorieta Insurgentes leí sobre un escenario improvisado al que se subió una persona en estado de ebriedad para arrancarme el micrófono. En Colombia leí ante unos estudiantes que creyeron que me estaba burlando de ellos, porque eso sin duda no podía ser poesía. Y en el célebre bar La Bota, del Centro Histórico, leí frente a poetas más jóvenes que me gritaron groserías y me lanzaron corcholatas.
Luego, unos meses antes de cumplir los treinta años, me convertí en novelista y no volví a disfrutar la lectura en voz alta de mis propios poemas, que ahora me dan vergüenza. Pero empecé a practicar la lectura en voz alta de mis textos narrativos, en general para nadie, nada más por sentir cómo fluía algún capítulo o para revisar algún pasaje en el que me había trabado.
En algún momento me compré una grabadora digital y me aficioné a coleccionar grabaciones de campo, entrevistas con mi abuela o con mi hermana, fragmentos de conversaciones robadas in fraganti en un cuarto de hospital o durante una caminata. (La última de esas fue una deriva de hora y media que hice por la Narvarte acompañado por el gran Belafonte, de Belafonte Sensacional, mientras planeábamos una colaboración futura que presentaremos en vivo en agosto).
Cuando tengo que leer en voz alta uno de mis textos narrativos frente al público, en general elijo “La orgía nefasta”, que tengo bastante practicado y que no es demasiado largo (en la versión en vivo le corto incluso algunos párrafos). Con ese me siento cómodo precisamente porque me siento incómodo: cuando llega la parte en la que cuento que le chupé la verga a un desconocido en un sauna gay, la voz se me quiebra un poco —me gusta que le pasen cosas a mi cuerpo cuando un texto lo atraviesa.
Pero si tengo que leer fragmentos de una novela, en trabajo o publicada, me aburro a mí mismo y me siento culpable de tener que someter a la audiencia a ese ritual idiota.
Esta sensación se acentúa aún más, hasta casi volverse insoportable, si tengo que leer la traducción al inglés de alguno de mis libros. La primera vez que me vi en la necesidad de ejecutar esa acorbacia fue en 2017, en Nueva York, y no estaba preparado para ello. Creí que, tratándose de mi novela, podría leerla frente al público sin demasiado esfuerzo, a pesar de mi acento renegado. Pero ya desde que promediaba el primer párrafo me encontré con un par de palabras que nunca en mi vida había oído, pues no las había escrito yo, claro, sino mi traductora, y no tenía ni idea de cómo pronunciarlas. Esa primera experiencia me enseñó que, cuando leo en otro idioma (lo hago solo en inglés y, bajo amenaza, en francés) necesito ensayar al menos unas cuantas veces antes.
El 29 de abril, en una azotea de Sunset Park, con la Estatua de la Libertad —el símbolo más vacío del mundo— palideciendo al atardecer en la distancia, leí un fragmento de El baile y el incendio, en inglés, para un público muy amable y muy atento que probablemente estaba ahí para escuchar a las otras dos autoras que me acompañaban: Sigrid Nunez y Marie-Helene Bertino. Y aunque leerme en traducción se siente tan ridículo como disfrazarme de mí mismo para una fiesta de Halloween, fue la primera vez que disfruté la experiencia, orquestada por Tables of Contents. No sé si lo gocé porque la lectura iba acompañada por una cena inspirada por los pasajes que leímos, o porque me senté frente a Sigrid Nunez y la escuché contar anécdotas, embobado, toda la noche. Pero presiento, también, que algo tuvo que ver el hecho de que tres noches antes hubiera cantado en un karaoke del East Village, con un grupo de mujeres, hasta la medianoche.
Soy, lo juro, el peor cantante de karaoke que alguien pueda imaginarse. Así como puedo memorizar poemas con relativa facilidad, estoy negado para aprenderme las letras de las canciones, y no sé entonar ni aunque de fondo suene la voz original, mucho menos si me dejan en el vacío de la pista de acompañamiento. Pero el karaoke es una cuestión de actitud, no de excelencia. Ser un mal cantante puede jugar a tu favor si eres capaz de convocar una intimidad desastrosa, una honestidad sin temor a las consecuencias. Esa noche, en el karaoke, cantando lastimeramente a Bad Bunny junto a mujeres mucho más entonadas y gráciles que yo, le perdí el miedo al ridículo, y cuando fungí como telonero de Sigrid Nunez no lo había reencontrado todavía.
No sé si todos están tan hartos como yo de la forma irresponsable en que se manosea la palabra vulnerabilidad en nuestros tiempos, así que no la voy a usar para decir que, en la lectura en voz alta, como en el karaoke, lo que importa es sentirse derrotado de antemano. Aferrarse al micrófono como a una rama que sobresale de un acantilado al que nos vamos a caer de cualquier modo.
En los últimos meses se me ha hecho imprescindible leer en voz alta lo que escribo. Me funciona como referéndum personal que da otro sentido. Una segunda o tercera mano de pintura.
He pulsado el botón de play a ver si nos lo habías leído en voz alta :_)