Mi última publicación en este Boletín Oficial del Estadazo fue el 8 de junio, hace 20 días. Desde entonces, no escribí. No escribí en Substack, ni en el documento de Scrivener con el manuscrito de una novela que tengo abierto desde hace meses, ni en el documento de Word con un cuento que tengo en la zona desértica del escritorio digital de la computadora desde hace semanas. No escribí más que dos líneas en mi diario (sin verbos conjugados) y no escribí listas, ni notas, ni nada, en las libretas y hojas sueltas que yacen repartidas por mi estudio. Escribí un caption para una imagen en Instagram, nada más. Y escribí bastante en WhatsApp (mis conversaciones más activas: Marbrisa, Emilio, Xita, Chantal, Benjamín). Escribí emails de trabajo, tratando de hacer planes de viaje para el otoño. Escribí un blurb (dos líneas). Y ya.
Veinte días sin escribir es bastante tiempo, para mis costumbres. En general escribo diario, y en general escribo varias cosas a la vez: ensayos y columnas y cartas largas y posts de Substack y fragmentos de novelas y cuentos y entradas de mi diario y otras cosas. Escribo distraído y empiezo muchas cosas que no termino. No escribir me da ansiedad, y en este caso en particular se dio un círculo vicioso, porque la ansiedad no me dejaba escribir.
Pero “ansiedad” es una palabra que refiere a un montón de estados, un rango demasiado amplio de emociones, problemas, síntomas o estrategias psíquicas, algunas de las cuales son indistingibles de mi personalidad. La ansiedad no es un pájaro que descienda desde el cielo nublado de la Ciudad de México y se pose sobre mi cabeza, sino un hormiguero en el centro de mi pecho del que brotan hormigas que no se terminan nunca. Y no escribir es mi forma de sentarme a mirar las hormigas, picarlas con un palito, ponerlas bajo la lupa para ver cómo se comportan cuando se topan con un obstáculo o para hacer que el rayo del sol, magnificado, las incinere en su camino a ninguna parte.
Y luego escribí. Escribí esto y un cuento brevísimo para un libro de artista y escribí una entrada más sustanciosa en mi diario y las hormigas todas formaron una hilera larga y sinuosa de regreso hacia adentro y el pájaro levantó vuelo aunque en la Ciudad de México seguía lloviendo, lloviendo, lloviendo sobre los tinacos cerrados y las jaulas de tendido de las azoteas rojas y sobre las calles pespunteadas de mierda de perro. Hay rachas así, supongo. Y algún día esa racha se extenderá por más de veinte días y quizás se extienda más allá de mi muerte y las hormigas evacuen mi cadáver ágrafo sobre la mesa del comedor. Pero mientras tanto, regreso a esta bitácora infrecuente. Por su atención, gracias.
En estos días fue el Pride o día del Orgullo LGBTI+ y por primera vez, antes de ir a la marcha, hablé en un medio público sobre la especificidad de la experiencia bisexual masculina. No es un tema que me interese como tema porque los temas, en general, no me interesan, ni tampoco las identidades, pero es una manera de estar vivo que es distinta de otras y que tiende a pasarse por alto o a descartarse con un movimiento de mano que puede querer decir “eso no existe” o “eso es una etapa” o incluso, como me dijo una expareja, “tú no eres bisexual, tú eres perverso”, así que decidí platicar al respecto con Daniela Díaz. Viva la ambigüedad. Viva el baile.