No he escrito aquí en un rato porque he estado trabajando a destajo en la traducción de una novela hermosa que, si todo sale bien, podrán leer en español en Anagrama en la segunda mitad del año. Eso quiere decir que durante un par de meses mi vida consiste, sobre todo, en traducir. Me despierto y traduzco con el primer café, y luego a lo largo del día intento traducir en distintos momentos: antes de hacer ejercicio, después de desayunar, hasta la hora de la comida, después de la cena. Tengo un número de páginas por día que debo traducir y casi nunca las cumplo, pero me acerco lo suficiente como para no angustiarme (todavía).
Cuando no estoy traduciendo profesionalmente, traduzco emocionalmente: vivo mi relación de pareja en inglés y eso implica que hay una especie de delay entre lo que siento y lo que digo, como si las palabras llegaran siempre dos o tres segundos tarde. Curiosamente, ese desfase me ha permitido expresarme mejor en la relación, pues nunca asumo que se entiende lo que digo y me esfuerzo más por ser claro y conciso. En español soy más arrogante: vivo convencido de que sé hablar y no me detengo a pensar en todas las idioteces que digo. En inglés, en cambio, la conciencia de mi torpeza me hace bajar un poco la guardia. Cuando me enojo o me frustro, mi inglés empeora, así que tengo que calmarme para decir lo que quiero. Aunque, pensándolo bien, también es posible que quiera decir algo distinto en inglés. Es decir, que en el proceso de traducirme cambie lo que quiero decir.
Hace poco platicaba con un escritor sobre el fenómeno de la autotraducción y sus posibilidades creativas y experimentales, y sobre cómo, cuando se trata de traducirse a uno mismo, la idea de la “traición” se convierte en otra cosa.
Mi interlocutor en esa conversación fue Mikel Ruiz, novelista tsotsil con quien coincidí en un encuentro de escritores en Oaxaca. En un restaurante donde nos sirvieron una sopa de tortilla fría y aguada, Mikel me explicó que escribir en tsotsil, para él como para muchos, implica aprender a traducir(se) sobre la marcha. El sistema de becas, publicaciones, premios y talleres funciona de forma tal que los escritores en lenguas indígenas necesitan aprender a traducirse a su segundo idioma (el español) si quieren participar de todos esos aparatos culturales. Así, los escritores en lenguas indígenas tienen que aprender a escribir y a traducir al mismo tiempo, con la complicación añadida de que se traducen a una lengua que no es la materna. Por eso Mikel, en los talleres de escritura que coordina en Chiapas, empezó a proponer un acercamiento creativo a la autotraducción. Según me dijo, al principio tenía la sensación de que realizaba una “traducción pasiva”, que consistía en vertir en español lo que había escrito ya en tostsil, por pura necesidad. La autotraducción era un acto un tanto mecánico. Pero a partir de cierto momento, decidió cambiar su enfoque al de una “traducción creativa”. Me puso un ejemplo: el protagonista de cierto relato que escribió en tsotsil era un niño; al traducir dicho relato al español, decidió cambiar el género del personaje y convertirlo en niña. Este mínimo desplazamiento, por supuesto, lo obligó a modificar muchos otros aspectos del relato, que de ese modo se convirtió en un segundo original, con una serie de decisiones estéticas distintas del original tsotsil. No hay una traición ahí, sino la decisión de seguir siendo el escritor que es en todos los niveles y todos los procesos, y tomar el texto como un ser vivo que puede seguir cambiando en el paso de un idioma a otro. Hay, por tanto, una continuidad creativa que va desde las primeras notas en tsotsil hasta las últimas correciones en español.
La idea de Mikel me pareció genial y de inmediato me dieron ganas de autotraducirme para ponerla en marcha. Esa noche, dejé a Mikel en el restaurante de la sopa de tortilla mala y regresé a mi hotel del centro de Oaxaca, donde la novela de Mikel me esperaba sobre el buró. Pero, ¿qué novela era esa, una traducción o un original? Quizás ambas, pensé. Leí unas cuantas páginas y el texto me pareció vivo de una manera esquiva, como si tuviera otro texto detrás, espiándome.
Unos días después, soñé que Catherine, mi esposa, hablaba un español perfecto y profundamente localizado: hablaba en español mexicano, con acento chilango de la segunda mitad del siglo XX (digamos, el español que hablaba mi abuelo José, que nació en la colonia Tlatilco) pero con algunos giros jarochos y uno que otro colombianismo. Y además de todo, Catherine hablaba español con muchísimas groserías. En el sueño, íbamos a una fonda y los dos pedíamos el menú del día, pero cuando el mesero le preguntaba a ella qué quería de primer tiempo, Catherine respondía muy seria: “Tráeme una chingada sopa de frijoles, pinche culero cara-de-verga”. Luego íbamos caminando por la calle y alguien le pedía direcciones, y Catherine respondía con muchísimas groserías de nuevo. Yo estaba muy orgulloso de su español perfecto, pero me parecía rarísimo que en ese idioma dijera tantas groserías cuando en inglés, en general, las reserva para momentos en que de verdad se necesitan. En el sueño, yo no me atrevía a corregirla, o a decirle que le bajara al picante de su léxico, pues me parecía que era buena señal que se soltara a hablar tanto y no quería desanimarla.
Me desperté muy divertido, le conté el sueño a Catherine y nos reímos. Luego me puse a pensar que probablemente en inglés hago algo parecido. A lo mejor no digo groserías, o no tanto, pero seguro digo cosas que en español no diría nunca. Y quizás sólo necesito asumir esa divergencia creativamente: permitir que la autotraducción se convierta, con ayuda del subconsciente, en un proceso de transformación de mí mismo —en un yo menos mismo.
me encantó! gracias por compartirlo, qué gracia, me he reído mucho con el sueño! he de decir que yo como bilingüe italiana / española, noto que mi personalidad se altera conforme hable uno u otro idioma, aunque creo que es más debido a que el italiano lo uso en el entorno familiar y el español en el día a día.
Se me ocurre que la autotraducción comparte cierto aire de familia con la reescritura ¿eh? Al menos, primas hermanas.
Por otro, un artículo en donde Coetzee acusa a Borges de traicionarse pero para mal al traducirse al inglés a sí mismo. A veces, detestar uno de los idiomas es más fácil que adorarlo sin contemplaciones. El amor, el amor.